Multitud de estudios y experimentos respaldan lo que ya sospechaban sus amos: a veces, a los perros solo les falta ponerse a hablar.
Han estado presentes en las grandes hazañas humanas de la historia: había perros a bordo de las carabelas de Colón, en la conquista del Polo Sur, en el primer viaje de un ser vivo alrededor de la órbita terrestre –¿os acordáis de Laika?– y hasta en la operación de captura de Bin Laden. Aun así, estos animales domésticos no son simples herramientas o máquinas de trabajo vivientes. De hecho, puede que no te hayas percatado, pero, si tienes uno como mascota, estás conviviendo con un Einstein en potencia.
Hasta hace bien poco, no sabíamos demasiado sobre la inteligencia de los Canis lupus familiaris, ni sobre cómo ven el mundo. Pero en los últimos años, las investigaciones en este campo se han acelerado y se ha podido comprobar que sus capacidades cognitivas se asemejan a las de un niño.
En la Odisea, Ulises regresa a la isla de Ítaca veinte años después de haber partido para luchar en la guerra de Troya. Para que nadie sepa quién es, se disfraza de mendigo, pero Argos, su viejo perro, le reconoce al instante. Al margen de leyendas o anécdotas literarias, ¿qué ha averiguado la ciencia sobre la memoria canina? Desde principios del siglo XX se sabe que los canes poseen una capacidad prodigiosa para retener y recuperar información. Por ejemplo, un border collie superdotado llamado Chaser, de Carolina del Sur, reconoce más de mil objetos por su nombre. Además, los recuerda meses después.
Los experimentos, efectivamente, demuestran que asimilan vocabulario de una manera semejante a los niños: mediante la inferencia y la exclusión. Algunos perros incluso son capaces de relacionar las etiquetas abstractas con objetos concretos. Si a un ejemplar le enseñas la palabra balón y escondes uno entre muchas otras cosas, irá a por él cuando lo nombres en voz alta. Pero si luego lo retiras y vuelves a exclamar “¡balón!”, y esta vez tiene que encontrar una pelota de tenis, entonces deduce que te refieres a la misma categoría y escoge la opción correcta.
El psicólogo Paul Bloom, de la Universidad de Yale, en New Haven, puso a prueba empíricamente la citada facultad de exclusión mezclando libros y juguetes que los animales no habían visto antes. Si al ejemplar investigado se le ordenaba “coge el juguete”, se dirigía a cualquiera de los artículos que servían para jugar. Luego, cuando se le decía “coge un no juguete”, siempre traía un libro. En otros experimentos, en vez de hablarles, se les enseñaba la réplica de un objeto. Los sujetos volvían a acertar en todas las ocasiones.
Los perros también son capaces de copiarnos e imitarnos, algo que muy pocos animales consiguen y que es fundamental en el aprendizaje social. Aunque no lo hacen de manera espontánea, como los grandes simios, sí poseen una habilidad innata para ello. En una ocasión, los científicos condicionaron a un grupo de canes a abrir una puerta empujándola. La mitad recibiría un premio por emular a los humanos, mientras que el resto fue incentivado para que lo consiguieran mediante sus propios métodos. ¿Resultado? El grupo de imitadores aprendió mucho más rápido. O sea, los perros no abordan este tipo de problemas mediante el ensayo y error: pueden resolverlo de manera inmediata si ven a alguien hacerlo primero.
La conclusión es que la memoria canina es más parecida a la nuestra de lo que se pensaba. De hecho, también ellos poseen la modalidad llamada declarativa o episódica, la capacidad de recuperar conscientemente recuerdos asociados a hechos o conocimientos. Plásticas y flexibles, las cuerdas vocales de los perros les permiten emitir sonidos con significados que tanto sus congéneres como los humanos entienden, ya que los ladridos varían dependiendo del contexto en amplitud, duración y tono. Así, se hacen oír para reclutar a otros de su especie en caso de peligro e identifican a los individuos por los sonidos que perciben, clasificándolos como amigos o enemigos.
También parecen ajustar su expresividad a la audiencia. Esto significa que modifican sus vocalizaciones y gestos dependiendo de lo que ve o no ve –y oye o no oye– quien le acompaña. Así, los perros lazarillo que ayudan a las personas ciegas lamen más a sus amos, para que puedan recibir su información: los lengüetazos son su respuesta al vivir con personas que no responden a señales visuales. Del mismo modo, desobedecen las órdenes si ponen en peligro a sus dueños.
En cierto experimento, un perro debía elegir entre pedir comida a una persona con los ojos tapados o a otra que sí podía ver. Pues bien, el animal se dirigía siempre al segundo: sabía que si distinguía sus ojos y cara, entonces podía comunicarse con él. Es algo que la mayoría de los animales no hace: identificar a quien tiene la información deseada.
Para determinarlo con mayor precisión, el psicólogo József Topál, de la Academia Húngara de Ciencias, ocultó varios objetos en cajas, todas cerradas con cerrojo. Tras esconder las llaves en presencia de un perro llamado Philip, entraba un humano que no sabía dónde estaban. Las respuestas de Philip fueron muy similares a las que obtenemos con niños en esa misma circunstancia: cogía las llaves y conducía a la persona hacia donde estaba el objeto guardado.
Si el voluntario estaba presente cuando Topál cerraba las cajas, entonces el can no hacía nada por ayudarlo. Es decir, era consciente de lo que había visto o no en el pasado. Aunque los perros no posean un lenguaje tan complejo como el nuestro, su inteligencia a la hora de comunicarse resulta fascinante.
La prueba clásica para determinar si un animal tiene esta percepción o no consiste en confrontarle ante un espejo. Si a un chimpancé o un elefante le pintamos una marca en la cara sin que se den cuenta, tocarán dicha señal o intentarán quitársela cuando vean su reflejo, porque saben que se trata de su propia imagen duplicada.
El problema de emplear este tipo de pruebas con perros es que ellos no son tan visuales; debido a esa razón, no todos los autores están de acuerdo con la validez de la prueba. Por ejemplo, Marc Bekoff, profesor emérito de Ecología y Biología Evolutiva de la Universidad de Colorado, en Estados Unidos, cree que no sirve para las especies que perciben el mundo a través del olfato. Si tenemos en cuenta que un cánido cuenta con aproximadamente 220 millones de receptores olfativos, y lo comparamos con los cinco millones presentes en la nariz de los humanos, la idea no parece descabellada.
De hecho, Bekoff ha diseñado un test que promete abrir nuevos debates entre los especialistas. En primer lugar, el investigador recolecta orina de un perro y la esconde en un bosque. A continuación, pasea a la criatura por la zona y examina las reacciones ante su propia micción, para compararlas con las que manifiesta cuando olfatea la de otros. Así, el experto norteamericano pudo comprobar que los sujetos de estudio no orinaban sobre sus propias marcas, lo que arroja algún tipo de indicio de conciencia de sí mismos.
Como primates, los seres humanos tenemos la capacidad de ponernos en la piel del prójimo, pero no somos los únicos animales que la poseen. También los perros son excelentes a la hora de conectar con las mentes ajenas. De manera natural, es frecuente que se acerquen a consolar a congéneres que han sido víctimas de una agresión y no hagan caso a los vencedores de la trifulca. En dos tercios de las observaciones realizadas por los expertos, la parte no involucrada en la pelea se acercaba, efectivamente, al peor parado.
Pero ¿experimentan empatía también hacia las personas? Para averiguarlo, las psicólogas Deborah Custance y Jennifer Mayer, de la Facultad Goldsmiths, perteneciente a la Universidad de Londres, analizaron el comportamiento de dieciocho ejemplares de diferentes edades y razas. La prueba consistía en examinar su respuesta ante personas que simulaban llorar, situadas junto a otras que simplemente hablaban o tarareaban una canción. Custance y Mayer observaron que los perros mostraban más preocupación y se aproximaban con mayor frecuencia a los voluntarios que fingían estar tristes.
Otro indicador de empatía es el contagio del bostezo. Para que se produzca, es necesario poseer cierta estructura cerebral y las célebres neuronas espejo, responsables de que riamos, lloremos o abramos la boca cuando vemos hacerlo a los demás. Los perros también dan resultados positivos: en unas investigaciones recientes, el 67 % de los individuos estudiados bostezaban a la par que los humanos.
Además, no se trata de algo aprendido. El etólogo Brian Hare, de la Universidad Duke, en EE. UU., ha demostrado que los cachorros de nueve meses lo hacen igual de bien que los ejemplares adultos, lo cual significa que ya nacen con ese don. Y aunque entienden las señales tanto de los conocidos como de los extraños, esto no quiere decir que les dé igual de dónde provengan.
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